Empezar a leer


Cuenta la leyenda que aprendí a leer solo a los cuatro años. Que en cierta oportunidad, cuando yo estaba en la sala azul del jardín de infantes, la maestra le comentó a mi mamá que estaba asombrada que yo supiese leer, porque en una visita al zoológico que hicimos yo leía los carteles con los nombres de los animales, y atribuía esto a que la enseñanza la había adquirido en mi casa. Pero mi madre, que había notado mi nueva habilidad cuando leí la perilla del horno, creyó por su parte que era gracias al jardín. La cuestión es que aparentemente nadie me enseñó a leer, pero aun así lo hice.

Pero en mi casa nadie tenía el hábito de la lectura, ni yo tampoco. Paradójicamente, cuando a mi hermano (un año mayor que yo) o a mí se nos caía un diente, el “ratón Pérez” no nos dejaba dinero bajo la almohada, sino libros. Unos libros grandes, finitos y plagados de ilustraciones. Unos libros que más que fuente de literatura, eran para nosotros objetos lindos, y sin leerlos los apreciábamos igual. Pero estos cuentos, ya desde sus títulos nos parecían incomprensibles, por la utilización de palabras desconocidas para nosotros, como el llamado “Dos fustas de oro”. Pero sin duda el más recordado era “Voronaja, yegua cosaca”: el título tenía tres palabras, y no entendía el significado de ninguna de ellas. Pese a esto traté de leerlo, pero me costaba tanto trabajo, que lo abandonaba al poco tiempo.

Durante esa primera década de vida, en mi cuarto había una biblioteca. En realidad más bien era un estante que tenía algunos libros; los únicos libros que había en toda la casa. Eran libros de cuentos infantiles, muchos de ellos heredados, como así algunas novelas de mi vieja, de esas que estuvo obligada a leer durante su colegio secundario. En total no serían más de 20 libros estimo, pero por aquellos años para mí era algo así como la biblioteca de Alejandría. Seguía sin tener gusto ni hábito de lectura, pero de todos modos, veía esos libros y sentía el deseo de leerlos todos, depositando este anhelo en el “algún día…”. Durante los siguientes años, ya con mi hermano y yo cursando la educación secundaria, esta colección se incrementó un poco.

Pero el gusto por la lectura me llegó recién a los 21 años, gracias a Nina, mi primera novia. Antes de empezar a salir, éramos amigos (virtuales, porque nos conocimos por Fotolog y nuestro contacto era a través de internet). Los libros me abrumaban un poco, porque sentían que eran una parva de horas difíciles de atravesar, y siempre los libros estuvieron más asociados al tedio o a la obligación que a un objeto capaz de transmitir placer. Pero Nina me hizo leer un día un cuento de Dolina. Un relato corto, llamado “Instrucciones para abrir el paquete de jabón Sunlight”. No sólo no me aburrió y se me hizo llevadero, sino que me gustó; lo disfruté. Ella me dijo que ese cuento era parte de un libro, El libro del Fantasma, y que eran todos relatos de ese estilo. Algo de la prosa de Dolina me cautivó, y fue el primer libro que me compré por voluntad propia. Ese día empecé a leer de verdad.

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