Si palmo, palmo dormido (parte dos)
Al
entrar al baño, lo primero que hice fue mirarme al espejo, como intentando
encontrar un poco de compasión en ese otro yo que me miraba desde el reflejo.
Tenía miedo. Me senté en el borde de la bañadera, y recordé lo que hacían en
las películas las víctimas de picadura de serpientes: se succionaban la herida
para expulsar el veneno inyectado en el organismo. Sonaba absurdo, poco
convincente, pero en aquel momento era la mejor herramienta que tenía.
Siempre tuve buena
elasticidad en las piernas, así que no fue muy difícil ponerme la planta del
pie en contacto con la boca. Apoyé los labios e hice la mayor fuerza posible
hacia adentro. Pero no sé qué esperaba; si imaginé que iba a sentir un torrente
de veneno viniendo a mi boca. Nada de eso. Fue lo mismo que succionar una tabla
de madera. Igual por las dudas escupí saliva en la pileta. Apreté con los dedos
en el lugar en que había recibido el pinchazo, y asomó una minúscula gota de
sangre.
No estaba seguro de qué
hacer. Por un lado intuía la gravedad de la picadura, y no estaba muy seguro de
haber eliminado veneno con mi procedimiento. Pero no me animaba a decir lo que
había pasado. Mi hermano y Jorge observaban al escorpión, todavía vivo, pero
prisionero en un frasco de vidrio. Mis tíos dormían hacía ya algunas horas,
estimo. Me parecía que despertarlos iba a alterar la tranquilidad del hogar. No
supe cómo enfrentar esa situación poco convencional.
Mientras los captores del
bicho me insistían para que vaya a observar la criatura, yo dije tener sueño, y
sin siquiera hacer contacto visual con el frasco, como omitiendo todo lo
sucedido, me fui a acostar. De alguna manera tenía la certeza de estar
envenenado, y que mi vida estaba en riesgo. No era algo del montón: estaba
prácticamente convencido que iba a morir esa noche. Aún así, mi reacción fue
tratar de evadir todo. Pensé “si palmo, palmo dormido”. Ya en la cama, sentía
un hormigueo que me subía desde el pie afectado. Quizás por el veneno, quizás
producto de mi psiquis.
Cuando abrí los ojos a la
mañana siguiente sintiéndome completamente normal, supe que había sobrevivido y
no había secuelas. Me puse contento, pero con una alegría muda, porque seguí
manteniendo en secreto lo sucedido. Recién un año más tarde, al volver a
vacacionar con Jorge fue que conté la historia del escorpión. Pocas veces me insultaron
tanto en mi vida. “¿Vos sos pelotudo? ¿Cómo no vas a decir nada? Imaginate si a
la mañana siguiente, che, qué raro que todavía no se levantó, andá a
despertarlo. Y vos estás muerto”. Y sí, tenían razón. Pero que tedioso es tener
que despertar a mis tíos en medio de la noche, y tener que ir desde el campo
hasta el hospital del pueblo. Preferible correr el riesgo de morir.
Lo contás, así que obvio que no palmaste. Pero es interesante lo que pasó
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