Terreno baldío


Hace cuánto que no veo un lote baldío. Quizás parezca una reflexión un tanto absurda, e incluso puede ser que muchos, sobre todos los porteños, estén frunciendo el entrecejo en señal de desconcierto. Pero es que los que nacieron en el centro, en manzanas abarrotadas de edificios, no tuvieron el placer de convivir con esos espacios en blanco. O en verde, mejor dicho.

De todos modos, y acá me hago cargo, los que crecimos en provincia, fuera de la capital, cargamos con cierta ignorancia. Por ejemplo, yo empecé a trabajar en capital a los 22 años. Hasta ese momento, para mí era lo mismo decir Capital Federal o el centro. Eran sinónimos. Y no, después entendí que el centro es una pequeña parte. Pero para nosotros los provincianos nos parecía todo lo mismo. E incluso gente grande, que no está habituada a ir a diario a la ciudad, sigue cayendo en este error.

Otra de los modismos campechanos que tenemos los de provincia (y que me di cuenta hace un par de años apenas), es que solemos usar el término “la avenida” para referirnos a una calle en particular, pero sin dar nombre. Y lo peor es que nos entendemos. Por ejemplo, si estamos en Beccar o San Isidro, cuando decimos “la avenida” estamos hablando de Centenario; si estamos en Acassuso o Martínez, “la avenida” es Santa Fe, y en Vicente López es Maipú. Cabe destacar que Centenario, Santa Fe y Maipú son en realidad la misma calle, que va cambiando de nombre cuando pasamos de un partido a otro.

¿Es la única avenida? Por supuesto que no. Hay un montón de avenidas, pero cuando la nombramos como LA avenida, son esas. Es absolutamente normal llamarla así, y los porteños se asombran al escucharlo. “Andá por Alvear hasta la avenida”. ¿Qué avenida?, preguntan. Desubicados.

Pero si nos miran con recelo por nuestras formas, nosotros hacemos lo mismo con ellos, porque no saben lo que es un terreno baldío; el placer de que haya lotes “vírgenes” en las manzanas. Es cierto que con el paso de los años, el progreso y el boom inmobiliario ya casi no quedó ninguno. Pero cuando yo era chico, había unos cuantos en las cuadras aledañas a mi casa. Y los baldíos no estaban tapados con chapones; en el peor de los casos tenían un alambrado sumamente vulnerable, o muchas veces ni siquiera eso. Daban paso libre al ingreso. Eran porciones olvidadas del trazado urbano, donde los pastizales crecían a su antojo.

Pero los baldíos también eran fuente de aventuras para los niños del barrio. Tenían ese sabor adrenalínico, porque sabíamos que no se podía entrar, que tenían un dueño. Sin embargo entrábamos, porque los pastos altos, los montículos de tierra y restos de escombros que se veían desde la vereda prometían que valiera la pena adentrarse e investigar el terreno.

Como una tarde que nos metimos con un par de amigos por un hueco que había en el tejido. Avanzamos hacia el fondo del lote, observando bien dónde pisábamos. Como cualquier lugar semi abandonado, había basura entremezclada con el verdor. Casi llegando al fondo, descubrimos un bulto tapado con un nylon negro. La sangre empezó a correr por nuestras venas. Nos sentíamos detectives a punto de hacer el hallazgo de sus vidas. Un bulto bajo un nylon. Creo que estaba lloviznando, aunque me cuesta creer que mi vieja me haya dejado salir con lluvia. Después de un rato juntamos coraje, y con un palo levantamos el plástico. Lo que vimos nos dejó perplejos. Pero porque estábamos convencidos que íbamos a ver un cadáver, y sólo había más tierra.

Pero qué grandes eran las aventuras en un terreno baldío.

Comentarios

  1. viejo poné una info en el blog.... el blogroll , algo! ja... hacete amigo....

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. No estoy seguro qué es el blogroll... jaja. Perdón por mi ignorancia.

      Borrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

Explicaciones

Carta espontánea

Otro olvido