La confianza nunca fue mi mejor aliada
Las dos primeras semanas de octubre fueron como unas vacaciones.
El inicio de mes me encontraba despegado de todo vínculo con mi antiguo
empleador, y tenía quince días por delante hasta la fecha de mi viaje
programado a España. De todos modos tampoco iban a ser tan relajadas esas
semanas, porque ya me había comprometido con Carolina, quien había sido mi jefa
hasta inicios de ese 2018, para editar una serie de entrevistas que habían
hecho entre propietarios de almacenes. Fue un trabajo bastante más extenuante
de lo que había presupuesto, y la verdad que estuve hasta el día anterior a la
salida del avión, peleando por terminar la entrega.
De todos modos, quizás la mayor parte de mi concentración y
energía estaban puestas en la Rusa. Aquel primer beso que nos dimos la noche
anterior a mi despido, fue como la confirmación de que las cosas empezaban a
encaminarse. Venía atravesando un año bastante crítico desde lo sentimental, al
punto que a principios de año había tomado la decisión (llevada a la práctica)
de comenzar terapia, porque entendía que había cosas que ya no estaba pudiendo
manejar por mis propios medios. El disparador había sido el verme perseguido,
por decirlo de algún modo, por el fantasma de Nina, mi primera novia, con quien
llevábamos diez años separados, y cinco sin contacto. Sentir una angustia
opresora ante su mero recuerdo después de tanto tiempo, fue la pauta que me
hizo ver la necesidad de ayuda. Los meses de tratamiento psicológico fueron
corriendo, pero sin una clara noción de si eso me estaba sirviendo. No sabía si
mi malestar radicaba en que Nina verdaderamente había sido el amor de mi vida,
y por eso nunca la iba a poder superar, o si es que la había idealizado y con
eso fomenté una tendencia obsesiva, o qué. Pero lo cierto es que tenía la
certeza de que nunca más iba a sentir algo tan intenso como lo que había
sentido por ella.
Nunca más había sentido algo intenso, hasta que apareció la
Rusa. Podría decir que la Rusa era una mina muy simple, que irradiaba una
libertad total, y sumamente bonita, como para tratar de encontrar
justificativos a lo que yo empezaba a sentir, pero los sentimientos no pasan
por la razón y la enumeración de motivos. De repente, y sin siquiera preverlo,
me vi parado en lo que parecía ser el inicio de algo muy grato. Teníamos muchas
cosas en común, podíamos pasar horas hablando sin sentir que fuese forzado, y
despertaba en mí unas ganas tremendas de verla y pasar tiempo juntos. Y en
parte fue así, porque luego de ese primer beso nos vimos tres noches seguidas.
Pero a pesar de que todo parecía estar bien encaminado, no
podía evitar sentir un dejo de temor, porque me faltaban escasos días para volar.
Si bien iba a estar solamente tres semanas en España, sentía que mi partida era
muy pronta, y que si el vínculo no era lo suficientemente sólido, las cosas
podrían llegar a enfriarse durante mi ausencia. Pensar en la sola idea de que
ocurriera esto, me intranquilizaba, pero a su vez entendía que no había
demasiado por hacer. Las cosas se habían dando con esos tiempos, y era
irreversible. Sólo restaba pasarla lo mejor posible, y confiar. Pero la
confianza nunca fue mi mejor aliada, sobre todo la auto confianza.
El segundo de esos tres días seguidos en que nos vimos, estábamos
en su casa viendo una película, una cosa llevó a la otra, y empezamos a
despojarnos de nuestras ropas. Comenzaron los besos y las caricias, pero lo
cierto es que no pude tener una erección. Me lo temía. Sabía que podía pasar, y
pasó. Me había pasado con Angie, me había pasado con Lau, y me había pasado en
los pocos encuentros ocasionales que había tenido a lo largo de mi vida. Con
Nina también, pero como aquél había sido mi debut, y los nervios y la ansiedad
estaban a niveles tan elevados, lo consideré casi normal. Y ahora, cada vez que
conozco a alguien, me vuelve a pasar lo mismo. Sé que no tengo ningún problema
físico, porque he ido a hacer consultas a un sexólogo. Es todo de la cabeza,
pero es muy difícil ganarle una pelea.
Días antes, la Rusa me había contado que tiempo atrás había salido
con un pibe que ella creía que era homosexual, porque en un año de noviazgo
nunca tuvieron relaciones, ni él la había tocado, ni le había insinuado nada.
Al escuchar esto sentí una especie de alivio, porque imaginé que sus
expectativas ante una posible relación sexual iban a ser no muy altas. Creí
hallar en esas palabras la confianza que necesitaba para tener una erección
normal, y no tener que preocuparme en un momento en que todo debía ser
placentero. Pero no, otra vez lo de siempre. Otra vez intuir la decepción no
expresada, minimizada.
Con frustración y vergüenza le conté que eso me había pasado viarias veces, atribuyéndole el problema a los nervios del momento, que en parte es verdad. Ante un encuentro sexual, mi historial me empuja al nerviosismo y al temor de que suceda lo de siempre, y esto es lo que lo provoca. La profecía auto cumplida. Un círculo vicioso. Pero blanquearlo me parece un paso fundamental para sacarme ese peso de encima, y sentirme algo más relajado la próxima vez. Algo.
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